La reciente portada de Der Spiegel, en la que aparece la
canciller alemana Angela Merkel delante de la Acrópolis y rodeada de oficiales
nazis, sirve para algo importante: plantea, de forma ya insoslayable, el
problema de la germanofobia en Europa. Hace bastante tiempo que se insulta a
Alemania. En las manifestaciones registradas en Chipre en marzo de 2013 se
vieron pancartas con caricaturas de Merkel en las que parecía un remedo de
Hitler. En la misma época, durante las Fallas valencianas, se vio a una Merkel
encarnada en una malvada directora de colegio enseñando al presidente del
Gobierno español y a sus ministros "Los diez mandamientos de la Angela Exterminadora".
Su monigote acabó ardiendo en la hoguera del día de San José. Dos meses
después, en concentraciones similares en Portugal, se vieron caricaturas de
Merkel igualmente nazificada,que portaban virulentos manifestantes que, con
ropa de luto, denostaban la “política de masacre de los pobres” de la
dirigente.
Además, por supuesto, está Grecia, donde el fenómeno alcanzó
su apogeo durante los incidentes, casi disturbios, de octubre de 2012, en los
que el mundo asistió al espectáculo de ver ondear conjuntamente las banderas
nazi y alemana, después quemadas ante la Acrópolis, en escenas que presagiaban
la portada de Der Spiegel. En Italia, el periódico derechista Il Giornale no
tuvo ningún escrúpulo en dedicar su titular del 3 de agosto de 2012 al
surgimiento del “Cuarto Reich”. Del mismo modo, según páginas web del norte de
Europa dadas a la conspiración, el empeño que ha puesto Alemania en apoyar al
presidente ucranio, Petró Poroshenko, frente al ruso, Vladímir Putin, reproduce
el sometimiento que sufrió Ucrania a manos de Hitler.
Después está Francia, donde parece que se compite por
proferir las críticas más populistas contra el nuevo y detestable “imperio
alemán”. Desde la extrema derecha, la líder del Frente Nacional, Marine Le Pen,
regaña a Merkel por el “sufrimiento” que está infligiendo a los pueblos de Europa.
Desde el extremo opuesto, tenemos a Jean-Luc Mélenchon, del Partido de
Izquierda, arremetiendo contra la política de “austeridad” de Merkel, a la que
invita a “cerrar el pico”.
El problema de esta germanofobia no es solo que sea
estúpida, ni que constituya un síntoma más de la descomposición, ante nuestros
propios ojos, del noble proyecto de favorecer una integración y una unión
europeas cada vez mayores. No, el problema de la germanofobia actual es que, en
contra de lo que nos quieren hacer creer los aprendices de brujo que la han
atizado, ese comportamiento no es indicio de una auténtica oposición al
verdadero fascismo que se atisba en el horizonte, sino, más bien, de la
pleitesía e incluso de la contribución al mismo. ¿Por qué?
Hay varias razones. Para empezar, oponerse a la políticas
social, económica y exterior de Alemania equiparando a Merkel con Hitler es
banalizar a Hitler. Por legítimo que pueda ser el desacuerdo con esas
políticas, Alemania es una de las democracias más cuidadosas y ejemplares del
continente. Decir que se parece al régimen nazi —algo que en Europa todavía
significa la destrucción de la democracia (y de la propia civilización)— es
exonerar a ese régimen, y tranquilizar y dar alas a los neofascistas actuales,
permitiéndoles, deliberadamente o no, volver a participar en el debate público.
Es más (y aquí está la clave), casualmente, quienes más dispuestos están en
desacreditar a Merkel son los mismos que no dudan en bailar el vals con
neonazis vieneses o, como en Atenas, aliarse con los líderes de un partido
extremista.
La polvareda que ha levantado el supuesto “reencuentro [de
Alemania] con sus demonios” enmascara la voz de partidos fascistas —desde
Amanecer Dorado en Grecia hasta Jobbik en Hungría, pasando por el SNS de
Eslovaquia, el Vlaams Belang belga y el búlgaro Ataka— que se están
consolidando en Europa. También hay que señalar la condición de mujer de
Merkel, y que el odio a las mujeres —el desprecio que, junto a los judíos, les
merecían a los teóricos racistas de las décadas de 1920 y 1930— ha sido un
componente de todas las manifestaciones del fascismo. Los lemas que se
escucharon en Valencia en octubre de 2012 —donde a los manifestantes se les
instaba a corear, frente a la efigie de la canciller: “Amarás al dinero sobre todas
las cosas” y “Honrarás a los bancos y a la banca”— tenían el inconfundible
hedor de las antiguas retahílas sobre “el becerro de oro” y la “plutocracia
cosmopolita”.
La gente ha comprendido que el antiamericanismo, nacido de
la extrema derecha y alimentado en Alemania, por ejemplo, por la filosofía de
Martin Heidegger y sus acólitos, es un aditamento del fascismo. Ha llegado al
momento de que comprendamos que lo mismo puede decirse de la germanofobia. En
Francia apareció con el novelista y activista antisemita Maurice Barrès, que
veía en la filosofía de Immanuel Kant un vehículo de la “judaización” del
pensamiento europeo. Triunfó con la Acción Francesa de Charles Maurras y con su
prolongada guerra contra las “abstracciones judías y germánicas”. Y culminó con
las células pardas que, todavía en la actualidad, en páginas web que prefiero
no mencionar, ofrecen “manduca” y un “escondite” a personas que quieran
“cargarse” a los “jefes” que están “a sueldo” de la canciller. La historia de
las ideas tiene su lógica, su razón y sus caprichos, su inconsciente y su
trayectoria. Negar cualquiera de esos elementos es tan vano como peligroso. Por
eso hoy en día, frente a una fuerza oscura que surge, prolifera y se despliega
en Europa, es tan absolutamente vital defender a Angela Merkel.
Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Tomado de El País- España
© Project Syndicate, 2015.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
divulgadormultimedia.blogspot.de
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